En esos casos, las ayudas sociales pueden ser un recurso de emergencia fundamental. Aunque, muchas veces, también llegan demasiado tarde, lastradas por una burocracia infinita.
Después, hay quienes terminan acomodándose a esos ingresos de ayudas sociales recurrentes. Aunque ajustados, permiten una subsistencia básica que evita madrugar para ir a trabajar, lidiar con jefes exigentes, cumplir plazos de entrega, asumir tareas peligrosas o desagradables o aguantar jornadas de más de ocho horas.
Con los años, esta dependencia puede enquistarse. Se consolidan hábitos alejados del mercado laboral, y entonces llegan las medidas “salvadoras”: mil cursos de formación, infinitos talleres de orientación laboral... siempre con el mismo resultado: personas sin empleo, quemadas, pasivas, dependientes.
¿Y si en lugar de dar dinero directamente a las personas, se incentivara a las empresas para que las contraten en trabajos adaptados a su situación personal?
Pero claro... entonces también existe el riesgo de que algunas empresas abusen de esas ayudas o de las personas que contratan.
Quizá el problema no sea solo del sistema. Tal vez el reto más grande esté en lo humano: en la pereza, el orgullo, el desprecio o el abandono de la empatía.
Sea cual sea la raíz, necesitamos repensar nuestras políticas de inclusión. Porque nadie debería vivir toda la vida de una ayuda, ni sentirse utilizado en nombre de una inserción laboral que no transforma.
¿Tú qué opinas? ¿Cómo crees que podríamos salir de este laberinto?
No hay comentarios :
Publicar un comentario
Gracias por querer interactuar con esta página. Tu comentario será revisado y publicado si es considerado adecuado, respetuoso y de valor.